«Yo seré tu roble» dijo una vez una voz. Confiando en sus palabras, pues eran sinceridad pura ─lo único que ella conocía─ y en sus esfuerzos que fueron siempre desmedidos. Intentó ser y fue un roble para todos aquellos que necesitaron sombra y sosiego. Fue un roble para todos aquellos que queríamos aprender a serlo. Y fue un roble, incluso, para todos los que no se lo merecieron.
He esperado días para poder escribir de esto con la cabeza sobre mis hombros pero sigo sin saber en dónde se encuentra. He esperado, plasmando en mi cabeza el esqueleto del escrito pero cada vez se me ocurren más aristas, más matices, más vivencias. He llegado a la conclusión de que, o escribo esto en este momento, o cada vez será más extenso de escribir y nunca podré terminar de hacerlo. O tal vez me olvidaré de lo que quiero decir y pensaré en diez cosas más.
Les voy a contar retazos de la historia de este roble. Solo unas pinceladas, pues su vida fue bastante extensa. Pero más que una biografía, lo que quiero se entienda es por qué fue el más grande roble que alguna vez haya existido.
A Linda le cortaron las alas a sus ─que yo recuerde─ trece años. La trajeron de Ascope a Lima para cuidar de los hermanos que aquí se iban multiplicando (en Ascope también hubieron, déjenme decirles). Dejó su tierra, estudió una nada en la primaria y se enfrascó gozosa en un viaje que, para empezar, a ella no le competía: criar/cuidar de sus hermanos. Mientras mi bisabuelo era perseguido por el régimen de turno y mi abuela cosía para obtener el pan de cada día, Linda cocinaba dos veces al día para un batallón que cada vez era más numeroso. Los cambió, bañó, alimentó y enseñó ─como pudo─ lo que ella a su joven edad había aprendido, siempre presta, siempre dándolo todo, siempre estando allí, presente, dispuesta y risueña. Entre jaladas de mechas a sus hermanos (a todo esto, ella no era la única hija grande), coscorrones y burlas por no querer tomar el purgante que solían darle porque ─según ella─ sabía a demonios; creció cuanto pudo en espíritu, siempre enseñando a hacer el bien. Es increíble lo bien que pudo transmitir su esencia dentro de lo que pudo y para todos los ávidos de aprender y de ser. E increíble también lo duras que son algunas paredes, y lo duramente cerradas con pestillo que están algunas puertas.
El único problema ─problema que sigue existiendo en la actualidad─ era la falta de educación. Había cosas que aprendió bien y cosas que aprendió muy mal. Y entre las cosas que aprendió mal, se encontraba el dejarse a sí misma para el final. Nunca se dio su lugar pues sus hermanos estaban primero, pues tenía cosas por hacer, ropa por lavar, comida por cocinar, etc. Nunca hubo tiempo para descansar y ni siquiera por eso era menos feliz. Tuvo una infancia y juventud humilde; algo de lo que siempre estuvo orgullosa, pero nunca supo lo que era la buena alimentación. Y lastimosamente, amalgamado con una mala experiencia fue una bomba que nunca le pudimos ayudar a sanar.
─¿Por qué tu mamá es tan gorda? ─preguntó un niño, añísimos después, cuando mi tío Humberto señaló a Linda, su madre, en una jornada de colegio.
Entre la vergüenza y la poca falta de información, la dieta de la piña, la de la papaya ─al punto de tener las manos naranjas por concentración de betacaroteno─ y el dejar de comer, hicieron de las suyas. Nunca aprendió realmente lo que significaba llevar una vida saludable pues todo lo que ella sabía era cuidar de los demás. Tarde llegué yo, nieta, a querer enseñarle a ponerse primero. Nunca supo ponerse la presa más grande, nunca supo de servirse primero (¿Servirse antes que al esposo? ¡Impensable!), nunca supo de proteínas, carbohidratos, nunca supo de deporte ni ejercicios. Atrevida fue la ignorancia para meterse con tal persona. Hizo lo que pudo con su cuerpo, pero nunca pudo torcer lo que era su espíritu. Pues seguía siendo un roble para todos los que queríamos aprender.
El roble daba sombra pero nadie le daba sombra al roble, hasta que años después algunos de sus hijos empezaron ─si bien no a darle sombra─ a regar sus raíces para darle algo fresco de beber. No voy a decir que el agua era de manantial, pero se la dieron como pudieron. A veces chorreaba, a veces goteaba, pero siempre le dieron agua cuanto pudieron. Y con el agua, venía paz para el roble, para poder seguir siendo roble para los demás. El roble era feliz, las bellotas que alguna vez dejó caer iban germinando y de ellos pequeños robles se estaban formando. No podía ser más feliz.
Un evento desafortunado marcó el declive del roble, pero nuevamente, culpo de todo a la ignorancia, al destino y no a las personas. Ya he mencionado que a ella solo se le enseñó a cuidar, pero no a cuidar de sí misma. Quiso cuidar hasta el final y se descuidó hasta el final. Fue tan grande el amor que sentía como madre que ─nuevamente─ pensó en ponerse al final. Una vez más el roble dando sombra. Una vez más el roble. Viendo el marchitar de sus hojas por encima del hombro, sabiendo que era fuerte, muy fuerte. Fue entonces cuando le dijo a mi mamá «yo seré tu roble». Entre la desesperación y el agradecimiento, nos asimos de eso. Lo quisimos creer, quisimos creer que sería eterno, que nos daría sombra y paz por siempre. Teníamos tanto miedo y las palabras eran tan seguras que lo tomamos como escrito en piedra. Era nuestro roble y nada nos faltaría mientras nos cobijara.
El roble ya no está. Yo no soy un roble. Ni lo seré probablemente hasta dentro de muchos años más ─si es que algún día llego a serlo─. Aprendí muchas cosas así que tal vez pueda ser uno, aunque enclenque y más achinado, pero es lo que quiero ser. El roble ya no está, pero me dejó tantas cosas que no siento que se haya ido.
El roble ya se fue, se fue en paz, se fue sabiendo que había hecho todo lo posible. Se fue sabiendo que dejaba todo en buenas manos, se fue sabiendo que había amado y hecho todo por amor. Se fue esperando ver a algunos de los amores de su vida, pero sabiendo que no se podía. Sin remordimientos, sin culpa, sin rabia y sin culpar a nadie. Se fue sabiendo que enseñó a los que quisieron aprender, e intentó con los que no pudieron. Se fue sabiendo que siempre dio lo mejor de sí.
Ella es la artífice de que su interlocutora exista, incluso. Cuando mis padres terminaron, años atrás fue ella la que convenció a mi mamá de darle una segunda oportunidad a mi papá. Y era porque ella sabía, desde el fondo de su corazón, lo mucho que él valía. Y lo mucho que en verdad, sí se querían. Gracias a ella existimos mi hermano, mi hijo y yo, entonces. Curioso, gracioso. Y gracias a ella, ahora, mi vida tiene incluso más significado. Bruja, adivina era. Pero te leía en una. Y si no le parecías, no le parecerías nunca. Y si le parecías desde el principio, por algo era.
Siempre me engatusó ─algo que hizo con mi hermano, mi mamá y mi tío también─ para comprar cerveza cuando estaba con ella porque quería que yo disfrutara a su lado, aunque ella no tomaba más que un sorbo. Siempre me vino a recoger los viernes después del colegio para tenerme a su lado hasta el domingo. Siempre vino a mis cumpleaños, me preparó pollo a la norteña, estuvo a mi lado cuando me rompieron el corazón y me supo decir lo que estaba bien y lo que estaba mal. Me aconsejó sobre personas que no valían la pena y me dio el visto bueno cuando eran valederas. Me dijo que perdonara, me enseño a amar sin medida, me enseñó a ser lo que soy ahora. Cómplice de mis locuras y abuelita, madre, amiga e incluso hermana, siempre supo hacerme entender lo mucho que me amaba. Algo que intenté corresponder hasta el final. Y algo que seguiré correspondiendo y honrando a pesar de que la sombra de mi roble está en otra parte.
En donde sea que se encuentra, Linda vuelve a volar. Desde aquella vez que le cortaron las alas, nuevamente vuela. Lejos de mi alcance por ahora, pero libre y sin ataduras. Sin hinchazón, sin dolor, sin fantasmas, sin medicación, respirando hondo y sin envidia. Vuela lejos. Lejos de mí y ya no puedo tocarla. Pero no importa. Porque siento su risa como atrás de la oreja. Porque recuerdo su sonrisa como solo ella solía darme. Porque mi amor por ella es más grande. Y no me importa dónde se encuentre si con eso sé que se encuentra bien. Bien como sé que está. Bien, como hace meses no estuvo. Bien. Feliz. Y en paz. Y desde donde se encuentra me va a observar.
A mi no me gusta, mamita, pero me pintaré el cabello de rubio porque una vez tú me lo pediste. No todo, solo de medios a puntas, pero yo creo que te gustará. Pero solo una vez porque me gusta más el azul. Me voy a seguir vistiendo como yo quiero porque si te pregunto ya sabría tu respuesta «hijita, ¡ponte lo que quieras!». Y voy a seguir siendo como soy porque cada vez que sentía que alguien se enojaba injustamente conmigo, tú me decías «¿Y? ¿Acaso tú has hecho algo malo? ─no─ ¿Acaso tu vives de ellos? ─no─ ¿Acaso importa lo que ellos piensen? ─no─ Lo único que te tiene que importar ES QUE YO TE QUIERO». Y eso es lo único que importa. Que tú me quieres. Por eso, con la licencia que tú me diste, seguiré siendo como soy.
El amor que te tengo es tan grande que si bien soy una bellota que apenas está germinando, intentaré darle agua a tus pequeños robles que dejaste sin cobijo ni sombra. No soy un roble, pero haré lo que me enseñaste. Honraré tu memoria y, último pero no menos importante, empujaré por que se lleve a cabo tu voluntad. Yo sé que todo lo hiciste por amor, y sé para quién es todo lo que hiciste. No te preocupes que todo se hará bien. Todo está en buenas manos.
Sigue volando.
En algún momento necesitaré de tu sombra.
Pero más adelante.
En memoria de Linda Emelda León Rodríguez de Avalos
† 07 de noviembre de 2020
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